Probablemente, César Márquez no sería el mejor jugador profesional de póker. Sus ojos brillan cuando te da detalles de sus nuevos proyectos, de su bodega, o cuando estás probando sus vinos más redondos; sonríe, gesticula, aprieta un poco el labio y frunce el ceño al contarnos que alguien le ha “robado” una parcela, que los conejos o los jabalíes han arrasado otras o que el tejado de su nueva bodega le ha costado más de lo que se esperaba. César es tan noble como transparente. Sabe que la impaciencia es mala consejera y que los puntos Párker son una buena ayuda para vender sus vinos a la vez que una puerta hacia una vanidad a la que él no se entrega. Y es que con doce vinos calificados el pasado febrero con entre 92 y 95 puntos (sin contar con los siete de Castro Ventosa que recibieron entre 92+ y 96+), hubiera sido fácil entender que el ego de este enólogo de 31 años se hubiese disparado; pero nada más lejos.
Castro Ventosa, el origen de todo
César nos recibe en Castro Ventosa, la bodega de su familia, de la que es el enólogo desde hace ya dos años; una bodega que ha celebrado los 30 años de su etiqueta homónima pero que en realidad recoge el testigo de nueve generaciones de viticultores, de la filoxera, de la huida indiana y del regreso para reinventar la estirpe. Él ha aprendido allí una buena parte de todo lo que sabe, allí y en la bodega de su tío, Raúl Pérez; allí y en Requena, donde cursó estudios de enología, en el Valle de Uco, en Argentina, haciendo la vendimia con los Michelini i Mufatto, escapando a Burdeos o a Borgoña cuando junta unos días, escudriñando los secretos de cualquier botella de una zona vinícola remota…

Pero, de alguna forma, fue en Castro Ventosa donde todo empezó, en Castro Ventosa y en La Vizcaína (la bodega de su tío Raúl), donde en 2015 comenzó a elaborar 1.300 botellas de vinos parcelarios: de El Rapolao (la famosa ladera de Valtuille), de Pico Ferreira y de Sufreiral (parcelas ambas de Toral de los Vados), así como un godello viejo de diversos parajes: La Salvación, probablemente su vino más complejo y diferente, cuyo nombre se debe a que en principio se elaboraba con uvas procedentes de cepas de godello salpicadas en viñedos de mencía, una mezcla frecuente en los minifundios de la zona.
–Llevaba siete años siendo “el bodeguero”, aprendiendo de mi tío, y ya tenía ganas de empezar a hacer algo por mi cuenta. Por la bodega había pasado mucha gente haciendo sus proyectos –como Diego Magaña, Noelia de Paz o Verónica Ortega–, y cuando volvía de Argentina de vendimiar con Michelini i Mufatto, Raúl me estaba esperando en el aeropuerto y me dijo que tenía que empezar a elaborar mis vinos –nos comenta César.
El proyecto de César Márquez
Así que en 2015 empieza la aventura, una aventura que comienza con César demostrando un talento excepcional para encontrar parcelas que nadie ha valorado, algo que descubrimos pronto cuando visitamos un extraordinario viñedo de godello injertado sobre viejas cepas de mencía en una ladera de la vecina Arganza, un pequeño tesoro a escasos metros de Bodegas Pittacum.

–Al principio es difícil. Encontré el viñedo, pregunté, localicé al dueño y fui a verle a su casa –nos explica César mientras comprueba cómo evolucionan las uvas que se convertirán en una parte de La Salvación 2019–. Le expliqué que era un chico de Valtuille que hacía vino, y le pedí que me vendiera uva, pero no quiso. Tuve que insistir, volver al cabo de unos pocos meses, y al final me vendió 300 kilos. Ahora tenemos muy buena relación, y ya me llama él para ofrecerme uva.
Mientras nos desplazamos de viñedo en viñedo en un indestructible, heredado y vivido Range Rover de los años 80, César nos explica su estrategia, un plan de empresa que va cumpliendo con escrupulosa precisión.

Tras el éxito de 2015, en 2016 aparecen El Llano (un paraje más cálido de Valtuille de Abajo) y Parajes, auténtico “coupage de parcelas” de siete poblaciones de la zona: Campelo, Toral de los Vados, Villafranca del Bierzo, San Juan de Paluezas, Camponaraya, San Pedro de Olleros y, cómo no, Valtuille. Con estas nuevas marcas, dobla la producción, y en 2017 se incorpora Las Firmas, un vino de pueblo quizá más alejado de la perfección de algunos parcelarios pero rebosante de autenticidad. Desde entonces, la gama está completa, y hablamos ya de 6.500 botellas que en 2018 se convierten en 18.000. Y todo ello sin viñedo propio.
Después de siete años aprendiendo de su tío –Raúl Pérez–, César Márquez emprendió en 2015 su proyecto en solitario con 1.300 botellas y cuatro elaboraciones diferentes.
–Por el momento, lo voy vendiendo todo, y he ido doblando la producción cada año, pero por ahora no quiero crecer más. He tenido suerte con los importadores, que han probado los vinos y les han gustado –nos comenta César–. Tomé la decisión de comprar uva, y creo que hice bien. Si hubiera comprado alguna parcela, en 2017 me habría arruinado –reconoce. Y es que el diecisiete fue un año nefasto para El Bierzo, con helada en abril, granizadas en mayo y sin apenas lluvia, lo que supuso que la producción de uva controlada por la D. O. decreciera un tercio respecto al dieciséis; un tercio en el promedio de la D. O., pero el 100 % si la piedra ametralla tu parcela.
Una parada en El Rapolao
El último paraje en el que nos paramos es El Rapolao, una hermosa ladera de orientación norte dividida en pequeñas parcelas de viñedos que se ubica al sureste de Valtuille de Abajo, a medio camino de Villadecanes. Su suelo es arcilloso, con algunas piedras. En su cota más baja serpentea un arroyo afluente del Sil. Cientos de mariquitas, saltamontes y ocultas telarañas certifican la salud de un viñedo en el que las cepas coquetean con algunos árboles linderos. Los vinos de estas uvas son atlánticos, frescos, con maduraciones más tardías. La mencía es la gran protagonista, pero este es un paraje muy ecléctico, en el que conviven otros varietales.

El Range Rover de César nos deja en su bodega, en la que va invirtiendo todo lo que gana con sus vinos; una centenaria casa de sólidas paredes de piedra y argamasa que poco a poco va rehabilitando. Allí hace ahora tanto las fermentaciones como las crianzas. Muchos de sus vinos fermentan en barrica, y todos ellos hacen malolácticas lentas también en la madera en la que descansan alrededor de un año.
–Al principio empleaba más raspón, pero ahora uso menos –nos confiesa César mientras “asaltamos” las barricas en las que aún reposan unas cuantas parcelas de la vendimia de 2018–. Al contrario de lo que te dicen, cuanto más grado tiene la uva, hay que tener más cuidado con el raspón. Imagínate que tienes una herida y te echan alcohol. ¿Qué te escocerá más, con alcohol de 96 grados o con otro de menos graduación? Yo creo que con el vino ocurre lo mismo.

Menos raspón, menos extracción y barricas de 500 litros son algunas claves que están haciendo que los vinos de César sean cada vez más refinados, más elegantes, menos pesados y aún más personales, diferentes a todo lo que se hace en Valtuille, diferentes a todo lo que se hace en El Bierzo.
–Hace poco cogí el coche y me escapé a ver bodegas a Borgoña. Hablando con los bodegueros de la zona me contaban que hacían maceraciones mucho más cortas que las nuestras. Es una de las ideas en las que llevo tiempo trabajando –nos confiesa César, ilusionado, mientras seguimos apreciando las diferencias de cada parcela a través de unos vinos que han sido descartados del coupage de los diferentes parcelarios, de Las Firmas 2018 o que aún están acabando de redondearse para completar el ensamblaje definitivo de Parajes 2018.
Cata de los vinos de 2017 y 2018
Y cerramos el círculo de una tarde intensa regresando a la bodega madre, a Castro Ventosa, donde César nos tiene preparada toda una batería de botellas de su vendimia de 2017 junto con las muestras ya embotelladas de 2018: La Salvación, Parajes, Las Firmas, El Rapolao, El Llano, Pico Ferreira y Sufreiral; todo su catálogo.

Una vez más, La Salvación vuelve a impresionarnos, y lo hace ahora no solamente por su complejidad o por su intensidad, sino por la asombrosa evolución que experimenta desde el primer ataque hasta que lo volvemos a probar al final de la cata. Su 2018 es, sin lugar a dudas, uno de los blancos más complejos, brillantes, expresivos y (lo más atípico) fáciles de beber que hemos probado en los últimos tiempos.
Entre los tintos, los parcelarios son nuevamente nuestros favoritos, aunque es realmente duro elegir entre ellos. Nos quedamos con dos. En Sufreiral 2018 encontramos frescura, mineralidad, el tanino perfecto y una personalidad arrolladora. Es un vino de César, de César Márquez Pérez, de alguien que ha sabido entender el suelo de caliza y la menor maduración de la uva de un pequeño viñedo de montaña del que apenas salen cinco centenares de botellas. Pero El Rapolao 2018 tiene también magia, la magia de lo simple, de la perfección, de una mencía más convencional pero igualmente fresca y elegante. Quizás El Llano sea un buen compromiso entre los dos estilos, mientras Pico Ferreira cambia arcilla y caliza por pizarra en otro vino nuevamente fresco.
Su gama comprende cuatro vinos de parajes –Sufreiral, El Llano, Pico Ferreira y El Rapolao–, uno de villa, formado por diversas parcelas de Valtuille de Abajo –Las Firmas–, uno de parcelas de siete diferentes poblaciones del Bierzo –Parajes– y un blanco de godello viejo procedente también de diversas parcelas: La Salvación.
Cuando nos levantamos de la mesa ya se ha puesto el sol. La luna brilla en una despejada noche de verano, y una ligera brisa recorre los viñedos más altos de Valtuille. Antes de salir de la bodega hacemos unas fotos del “campo de batalla”, lleno de copas Zalto con culines de vino que realmente nos duele abandonar, un Coravin exhausto y a César con tarea por delante. Cuando abandonemos la bodega, nosotros simplemente disfrutaremos rememorando una de esas tardes que hacen que la vida cobre todo el sentido, y él tendrá que llevar unas muestras a su tío Raúl para decidir los ensamblajes de los vinos de Castro Ventosa, de la bodega madre, del origen de todo.






