(← página anterior) V Salón de los Vinos Generosos
Conocer personalmente a César Florido Romero fue un auténtico placer. Este criador, almacenista y elaborador chipionero presume de contar con la bodega más atlántica del marco de Jerez, algo que indudablemente se refleja en la salinidad de sus vinos.
Comenzamos catando el Fino Cruz del Mar, un ortodoxo fino elaborado, cómo no, con uva Palomino Fino procedente del Pago de Miraflores, criada bajo velo de flor con una media de entre tres y cinco años. Impecable a la vista, en nariz y en boca es tremendamente franco, muy fácil de beber gracias en parte a sus “sólo” 15 grados.

Continuamos con el Fino en Rama Peña del Águila, elaborado a partir de una selección de botas de la misma solera que el Fino Cruz del Mar, de la que se realizan dos sacas anuales y se obtienen 1.200 medias botellas. De un atractivo color dorado y una nariz cercana a la del oloroso, sigue siendo fácil de beber pero muestra un trago más punzante, con un extraordinario posgusto amargo.

El Amontillado Cruz del Mar tiene una vejez media de cinco años y combina, como no podía ser de otra manera, la crianza biológica bajo velo de flor con la oxidativa, algo que se pone de manifiesto en su color ámbar y en su compleja nariz. Pero lo que más nos gusta en su suave paso por boca; es uno de los amontillados más amables que hemos probado, y su toque salino otorga un plus de personalidad a este monovarietal de Palomino Fino fortificado que se embotella con 17 grados.

Y con el paladar ya bien atemperado, disfrutamos del primer palo cortado de la tarde. Palo Cortado Peña del Águila Reserva de Familia es un vino de sacristía, un vino viejo del que se elaboran 600 medias botellas anuales y que por efecto de la evaporación prolongada a lo largo del tiempo ha subido su grado alcohólico hasta alcanzar el 21,5 % del volumen del líquido. Hablamos de un líquido de un serio color entre ámbar y caoba con una sorprendente disociación entre su nariz, en la que predomina la fruta madura, y una boca seca, salina, compleja e intensa, en la que la crianza ha ganado la partida y nos ofrece incluso un peculiar retronasal especiado, con notas picantes (pimienta).

A estas alturas de la visita, ya nos despedíamos cuando César nos pidió que catáramos también los vinos dulces, a lo que no pudimos negarnos, especialmente después del gran nivel mostrado por el resto de sus elaboraciones.
A diferencia de la mayoría de los cream, que suelen ser un “cabeceo” (ensamblaje) de oloroso y Pedro Ximénez, el Cream Cruz del Mar se elabora con oloroso seco (75 %) y moscatel (25 %) y, una vez ensamblado, realiza una crianza en barricas de roble y castaño durante una media de cinco años más. Con ello se obtiene un vino dulce pero afilado, sorprendentemente salino, con aromas a fruta madura y la complejidad que le aporta su larga crianza.

Y como Chipiona en general y la bodega en particular presumen de una larga tradición de moscateles, acabamos la cata con las dos elaboraciones que sobre esta base realiza César Florido. Moscatel Dorado se elabora, cómo no, con uva Moscatel de Alejandría, y es un vino de color oro viejo, muy glicérico. Su nariz es un auténtico golpe de ciruela, y en boca encontramos nuevamente esa salinidad acompañando al intenso dulzor característico de estas elaboraciones. Nos quedamos con su textura grasa, muy densa, pero sin llegar a la pastosidad de otros moscateles.

Acabamos con Moscatel Pasas. Sorprendentemente, a pesar de estar elaborado con uvas sometidas al proceso de “asoleo” en “pasiles” (extendidas en esteras al sol durante más de dos semanas para que se pasifiquen), este moscatel dorado de tonos ocres no es tan excesivamente goloso como su denso cuerpo sugiere, ya que la salinidad contrarresta el exceso de azúcar de estos vinos, que en el caso de César Florido llevan elaborando durante cinco generaciones. Dejamos la mesa de César con unas increíbles ganas de conocer su bodega en un futuro viaje al marco de Jerez, esa bodega atlántica situada a 25 metros de la playa de la Cruz del Mar que da nombre a algunos de sus vinos y al antiguo apeadero de la Peña del Águila que bautiza a algunas de las elaboraciones más añejas, un apeadero en el que antiguamente los vinos de las bodegas chipioneras embarcaban para conquistar los paladares del Viejo Mundo.