Si has probado cualquiera de los vinos de la familia 200 Monges, probablemente coincidas con nosotros en que su bodega, Vinícola Real, no es una bodega más de Rioja. Y no nos referimos solamente a sus tintos, ya consagrados, porque sus blancos Reserva y Gran Reserva, así como sus vinos dulces de uvas con podredumbre noble, son si cabe más interesantes. Pero, probablemente, todo esto ya lo sabes; no necesitas que te lo recordemos. Así que nuestra idea hoy no es la de compartir las sensaciones que nos ha producido la cata de algunos de estos vinos… o no es solamente esa. Hoy queremos ir un poco más allá y adentrarnos en el universo de 200 Monges de la mano de su creador, Miguel Ángel Rodríguez y tratar de entender un poco más qué es lo que hay realmente detrás de sus creaciones.

–Yo vengo de una familia de destiladores –nos cuenta Miguel Ángel antes de comenzar la cata–. De hecho, sigo trabajando en la destilería familiar, que es de mi madre. Y mi bodega empieza en realidad más como la idea de hacer un txoko, con la mala suerte de que cuando estábamos haciendo el agujero en la ladera con la máquina, la tierra, que es muy arcillosa, se hundió, la excavadora se quedó atascada dentro, y ya que nos teníamos que meter en una inversión grande, había que intentar que fuera rentable…
De la peña de Nelda a la Escuela de la Vid
Detrás de la anécdota hay en realidad un proyecto muy bien armado que arranca hace más de 30 años, un proyecto que empieza con Miguel Ángel estudiando Vitivinicultura en la madrileña Escuela de la Vid. Pronto surge la oportunidad de comprar una bodega en San Vicente de la Sonsierra (La Rioja), algo más de 30 kilómetros al noroeste de Albelda de Iregua (o, Albelda, a secas, para los riojanos), la cuna de esta familia de destiladores y el lugar donde acabaría ubicándose el malogrado txoko convertido en bodega; un lugar, Albelda, en cuyas peñas, desde el siglo X, llegó a haber un monasterio rupestre cuyos 200 monjes (o “monges”, en castellano antiguo) durante cientos de años fueron los guardianes del saber y hoy son homenajeados en la etiqueta de una familia de vinos de guarda.

Así, en 1994 surge la primera añada de 200 Monges, un Reserva y un Gran Reserva en los que se busca “el equilibrio entre acidez, tanicidad y grado alcohólico”, algo que Miguel Ángel, tan humilde como inconformista, confiesa que le costó encontrar. De hecho, ha habido añadas en las que la bodega no ha embotellado vino.
–En el 97 no salió al mercado ni el Reserva ni el Gran Reserva. No guardo ni una botella. Era un “maderazo” y se vendió como granel. Estábamos aún arrancando y hubo que hablar con el banco para explicarles que si vendía el 97 no vendería las siguientes añadas –nos explica el enólogo.
Miguel Ángel Rodríguez, el cerebro y el corazón de 200 Monges
Miguel Ángel te transmite verdad cuando te habla. No es de esas personas que pretende “venderte” lo que hace de una forma dogmática, quizá porque en el fondo sabe que no es necesario, sabe que sus vinos convencen por sí mismos, y lo que pretende es que te enamores de ellos al probarlos. Pronto te das cuenta de que probablemente Miguel Ángel sería un pésimo jugador de póquer cuando le delata el brillo de sus ojos mientras te cuenta las peculiaridades del viñedo, del trabajo en campo, las elaboraciones en bodega o las características de ese suelo arcilloso de la peña de Nalda en el que a lo largo de un cuarto de siglo ha ido excavando su bodega. Tiene la inteligencia de quienes miran siempre tanto al pasado como hacia el futuro, y en su discurso hay positividad, no solamente al hablar de “lo suyo”, sino refiriéndose también a sus competidores.

–Hacer un gran vino con una pequeña producción, como nosotros, es –evita decir “fácil”, posiblemente para no pecar de una falsa modestia–… Pero hacer lo que hace, por ejemplo La Rioja Alta, grandes vinos en grandes volúmenes… eso tiene un mérito enorme.
Cada año, Vinícola Real elabora entre 80.000 y 100.000 botellas de 200 Monges Reserva y unas 10.000 de 200 Monges Gran Reserva, a los que ahora se suman sus hermanos blancos, con 30.000 botellas de Reserva y 5.000 de Gran Reserva. No es un gran volumen si pensamos en las etiquetas más comunes de Rioja, pero sí es una cifra respetable si pensamos que estamos hablando de unos vinos cuya elaboración y cuya crianza se alejan mucho de los procesos más industriales y automatizados que sí que emplean algunos de sus competidores.
Cata de 200 Monges Gran Reserva 1999, 1996 y 1994
Hasta ahora, siempre que habíamos disfrutado de los vinos de Vinícola Real, se trataba de botellas “contemporáneas”, vinos con en torno a 10 años, perfectamente afinados pero recién salidos al mercado, cuya ventana de consumo óptimo acababa de comenzar a abrirse. Siempre nos han causado sensaciones muy satisfactorias, pero desconocíamos su verdadero potencial de guarda, y desconocíamos los primeros eslabones de la cadena evolutiva que ha hecho que los vinos de esta bodega sean como son hoy. Por eso, para nosotros, esta cata era más que una cata; era un viaje a los orígenes de la mano de su creador.

Así que comenzamos con los tintos, y en concreto con 200 Monges Gran Reserva 1999. Miguel Ángel nos cuenta que fue una añada muy complicada, con una gran helada el 16 de abril. Para su enólogo, a este 1999 “le ha costado mucho tiempo en botella estar bien”, pero ahora es un vino espectacular que nos sorprende por su buena acidez, una acidez que le augura disponer aún de una larga vida por delante. Y lo mejor de todo es que estamos ante un vino que, a pesar de haber pasado 25 años desde su vendimia, conserva una sólida estructura y una notable sensación frutal. Es, sencillamente, armonía y belleza.
Casi sin tiempo para asimilar que un vino tan “maduro” se encontrara tan vivo y tan equilibrado, nuestra segunda copa se llena con un vino tres años más viejo: 200 Monges Gran Reserva 1996. Contra todo pronóstico, encontramos un tanino más vivo que en el Gran Reserva del 99, y también más volumen en boca. A medida que se abre, los aromas terciarios van pasando a un segundo plano, aparece la fruta y poco a poco todo se amalgama, las pequeñas piezas de este rompecabezas que a veces son los vinos van encajando y dejándonos gozar de un cuadro que comienza a enfocarse en nuestro paladar, un lienzo gustativo en el que el equilibrio, la elegancia, la estructura y la acidez ponen en valor el potencial de guarda de los viñedos del valle del Iregua, la sierra de Cantabria y el Alto del Najerillas, con cuyas uvas se elaboran estos soberbios vinos.

Y mientras ordenamos esta lluvia de ideas y de sensaciones no siempre fáciles de asimilar, llega el turno de 200 Monges Gran Reserva 1994; el origen de todo, el vino con el que Miguel Ángel decidió que había llegado al sitio al que quería llegar o, cuanto menos, al punto de partida de su viaje. Para ser justos, hay que comentar que catamos dos botellas distintas de esta añada. La primera, sorprendentemente frutal, era algo más plana y estaba más caída que las dos añadas probadas previamente, algo que no nos sorprendió en exceso teniendo en cuenta que estábamos ante un vino más viejo, ante un vino que se empezó a gestar hace 28 años. Tras probarlo, Miguel Ángel decidió descorchar una nueva botella que se mostró pletórica, vibrante, muy viva, llena de tensión, con una enorme carga de fruta negra… Con este segundo 200 Monges Gran Reserva 1994 apareció esa magia de las viejas añadas que, en ocasiones, los grandes vinos finos de Rioja pueden ofrecer; con este segundo 1994 entendimos inmediatamente lo que Miguel Ángel Rodríguez había intentado crear.
Los vinos blancos de 200 Monges
Ya hemos hablado aquí de la llegada de los vinos blancos a la familia de 200 Monges con la cata del Reserva 2010, el Gran Reserva 2008 y el Esencia Vendimia de Invierno 2011. No vamos a aburrir repitiendo el contexto en el que se crearon ni las sensaciones que nos han producido, aunque sí que conviene recordar que si bien los tintos tuvieron que esperar varias añadas antes de nacer, ese proceso de aprendizaje llega al cuarto de siglo en el caso de los vinos blancos.
Miguel Ángel nos confiesa que es un enamorado de los vinos blancos, de diversas regiones, aunque cuando le preguntamos por zonas en concreto, una sonrisa cómplice se dibuja en su cara al mencionarle los Chardonnay de Borgoña.
–Llevo elaborando vinos blancos desde el principio, pero no conseguía lo que buscaba: ese vino que te hace recordar el momento en el que lo pruebas –reconoce el enólogo–. La Viura tiene unas características peculiares. Si quieres hacer un vino «comercial» solo vale si le añades levaduras con sabores. Para lo que yo busco no se puede emplear cualquier uva; necesitas un terruño adecuado, altitud, bajos rendimientos… Solamente así se pueden conseguir vinos interesantes empleando levaduras autóctonas.

Por supuesto, Miguel Ángel no concibe otra manera de elaborar sus vinos. Las uvas de los blancos proceden exclusivamente de viñedos del Alto del Najerilla y, de hecho, cuando le preguntamos específicamente por la fermentación, su mirada vuelve a iluminarse, y el enólogo nos desvela uno de los secretos que esconde su bodega.
–Trabajamos la uva blanca al límite de frío, al borde de la parada fermentativa. Nuestros vinos blancos fermentan durante cuatro meses para sacar toda la fruta y la expresión posibles. Ten en cuenta que la vendimia va del 10 de septiembre hasta noviembre en función de la maduración de cada parcela, y cuando el 28 de febrero se llevan las muestras al Consejo Regulador, siempre las echan para atrás. Los vinos llegan marrones porque todavía tienen nutrientes [naturales] y no han acabado de fermentar. Pero no pasa nada porque al mes siguiente los vuelves a presentar y los vinos ya están bien.
El nombre ‘200 Monges’ rinde homenaje a los ocupantes del monasterio rupestre de San Martín de Albelda, hoy en ruinas, del que cuentan las crónicas que ya en el año 950 contaba con 200 monjes.
Miguel Ángel nos explica que el mosto fermenta a 7 ºC en depósitos de acero inoxidable hasta alcanzar una densidad de 1.050 gramos por litro. Entre 1.050 y 1.035 g/l fermenta en barricas nuevas, donde la temperatura sube un par de grados, para volver posteriormente al inox, donde prosigue la fermentación a entre 5 y 7 ºC, siempre sin «limpiar» para conservar los nutrientes naturales, hasta llegar finalmente a los 995 g/l.
–A ratos parece que ha dejado de fermentar, pero acercas el oído y oyes un ligero «psssss» y sabes que las levaduras siguen trabajando, porque la fermentación es tan lenta que la analítica no vale en estos casos –reconoce el enólogo, quien nos cuenta más claves de estos blancos de guarda–. Los vinos pasan mucho tiempo en depósito; no solamente se crían en madera. Cuando son jóvenes, no te crees el potencial que van a llegar a tener –comenta mientras degustamos su excelente Gran Reserva de 2008.
200 Monges Vendimia de Invierno 2011 y Esencia
Ya hemos hablado también anteriormente de 200 Monges Esencia Vendimia de Invierno 2011, elaborado exclusivamente con granos de uva desecados por la botrytis cinerea, y de hecho su nombre es un claro guiño a esos Tokaji Aszú Eszencia elaborados de la misma manera. Pero ahora cataremos además su “hermano menor”, un vino elaborado con racimos igualmente atacados por la botrytis pero en los cuales aún hay uvas intactas.
–Se etiquetan como «Vendimia Tardía» porque en la Denominación de Origen no quieren ni oír hablar de poner «botrytis» en la etiqueta de un Rioja –comenta Miguel Ángel.

Este coupage de Viura, Garnacha Blanca y Malvasía no tiene nada que envidiar a las elaboraciones de Sauternes o a los Tokaji Aszú. Además de los habituales orejones, la miel, las frutas compotadas… hay una fantástica acidez que disimula los 125 gramos de azúcar residual de un vino cuya fermentación acaba deteniéndose sola sin que las levaduras sean capaces de “tragar” más azúcar cuando el nivel de alcohol llega al 12 %. En el caso de 200 Monges Esencia 2011, la tasa de azúcar residual alcanza los 315 gramos por litro, y Miguel Ángel nos confiesa que la acidez volátil llega a los 130 gramos por litro, un valor que en un vino “normal” te haría sentir que estás metido dentro de un tubo de pegamento Imedio, pero que en este caso no se nota en nariz y aporta una viveza y un equilibrio realmente difíciles de describir. Sencillamente, es uno de esos vinos que hay que intentar probar al menos una vez en la vida.
El futuro de Vinícola Real
Pero en esta cata hemos “olvidado” intencionadamente un vino que se presentó sin avisar, sin nombre ni etiqueta: un clarete de 2017 elaborado con un 70 % de Viura y un 30 % de Garnacha. Miguel Ángel nos cuenta que mientras que la Viura se prensa, se desfanga por gravedad y se encuba en depósito de acero inoxidable, la Garnacha se añade poco a poco, en racimos enteros que se estrujan a mano, “madreando” la uva. Cuando la densidad alcanza los 1.030 g/l, se trasiega a barricas, con lías, y se hacen batonages. Acabada la fermentación, vuelve al depósito para terminar criándose con sus lías finas y con batonages semanales durante nueve meses en barricas.
En copa, encontramos un vino “disfrazado”, uno de esos “rosados” (con perdón) color piel de cebolla. En la nariz comienza a enseñar alguna de sus cartas; la garnacha aflora claramente, aunque hay también recuerdos evidentes de la crianza en madera. Pero es en boca donde inmediatamente te das cuenta de que no estamos hablando de un clarete al uso, de esos vinos jóvenes, golosos y un tanto inexpresivos que nos asaltan verano tras verano. Tampoco es un Viña Tondonia Rosado, un vino soberbio pero donde manda la crianza.

Y es nuevamente esa capacidad de sorprender, de salirse de lo establecido pero respetando al mismo tiempo la tipicidad, la tradición y ese terruño único riojalteño, buscando siempre dar ese paso más, ir un poco más lejos, guiado por sus gustos y sus convicciones, persiguiendo una fórmula no escrita que le conduzca a elaborar unos vinos que llamen la atención, que merezcan un hueco en la memoria de quienes los disfrutan, es esa inquietud de Miguel Ángel la que sin duda aflora también en este vino.
“Mi bodega empieza con la idea de hacer un txoko, con la mala suerte de que cuando estábamos haciendo el agujero en la ladera con la máquina, la tierra se hundió, la excavadora se quedó atascada dentro, y ya que nos teníamos que meter en una inversión grande, había que intentar que fuera rentable…”
Miguel Ángel Rodríguez
Con una mezcla de ilusión y cautela, el enólogo sabe que su vino “funciona” cuando nos lo ofrece para que lo catemos, aunque no tiene aún claro si lo lanzará para esta temporada o si esperará al menos otro año hasta que se amalgame un poco más. Damos un nuevo sorbo y entendemos que cualquier bodeguero mataría por lanzar ya este vino, pero Miguel Ángel no es cualquier bodeguero, y, tras probar su vino, hay un gesto sutil en su mirada y una muesca en su boca que nos hacen pensar que muy probablemente vamos a tener que esperar aún unos meses para descorchar una botella de este 200 Monges Clarete 2017.
Nos despedimos con un “hasta pronto” y con una sonrisa dibujada en la cara. Llegamos a la cata buscando los primeros eslabones y salimos conociendo también los eslabones que aún no se han cerrado. Pero, por encima de todo, nos vamos convencidos de la grandeza de esa Rioja de vinos viejos y de ideas nuevas, esa Rioja que necesita gente como Miguel Ángel Rodríguez y etiquetas como 200 Monges para seguir escribiendo nuevos capítulos en una vieja historia.
