–¿Cuantas vendimias puedes hacer en una sola vida? ¿Cincuenta, como yo, con un poco de suerte? En este oficio te pasas la vida aprendiendo para darte cuenta de que al final no sabes nada –nos cuenta Abel Mendoza en su bodega de San Vicente de la Sonsierra (La Rioja). No es falsa modestia. Es honestidad, una honestidad descorazonadora. Abel te mira con los ojos profundamente abiertos mientras habla contigo. Su lenguaje es directo, pulcro, enfático… pero sin artificios. Te escucha y te replica de forma inapelable, como si en lugar de conversar estuvieras jugando al ajedrez contra Gary Kasparov–. Para hacer vino necesitas viñas. Mi abuelo las tenía y las heredaron sus hijos, y después sus nietos. Lo que yo hice fue reunir de nuevo todo ese viñedo –en las localidades de San Vicente, Bastida y Ábalos–. Fue una maniobra arriesgada, con los bancos revoloteando por encima –hace gestos para evitar emplear directamente la palabra “buitre”– durante muchos años. La primera vendimia en esta bodega la hicimos en 1985, pero ahora nos va bien. En una buena añada podemos hacer 80.000 botellas, y con esto que hacemos vivimos siete personas.
En la escala de La Rioja, donde el 80 % de la producción (250 millones de litros, en 2017) se reparte entre apenas 40 bodegas, Abel Mendoza es una bodega diminuta en cuanto a cantidad, pero una de las grandes en cuanto a calidad, y eso es algo que aviva enormemente nuestra curiosidad.
–Todo el trabajo se hace en el campo. Ahora mismo nos pilláis injertando. Si no tienes una buena uva, da igual lo que hagas aquí; es imposible que te salga un buen vino. Y si tienes una fruta de calidad, puedes equivocarte, pero lo normal es que hagas un gran vino –sentencia Abel. No es algo que no hayamos oído otras veces, pero él va varios pasos más allá, nos habla de la recuperación de varietales olvidados como el de Torrontés, de que no es oro (o Torrontés, para el caso) todo lo que reluce, de la selección y clonación de cepas o de la mínima intervención que aplica a rajatabla en su viñedo–. Me llaman “el hierbas”, y no por lo que estáis pensando –bromea con nosotros–. No uso herbicidas salvo que sea estrictamente necesario. En ese caso doy tratamientos, porque no sirve de nada ser ecológico si pierdes la cosecha. Pero esa uva ya no entra en mi bodega. Es una buena uva, pero la vendo. No quiero que los vinos que lleven mi nombre se hagan con esa uva.
Bajamos a la Bodega Abel Mendoza
Mientras hablamos, bajamos por una escalera interior los alrededor de 10 metros que separan la planta de la calle de la bodega en sí, que está semi-enterrada aprovechando el desnivel de una ladera. En la angosta escalera se acumulan recuerdos de toda una vida de vendimias, de su viñedo en diferentes épocas, del trabajo en el campo, de cubas rebosantes de racimos sin despalillar, botas pisando uvas, uvas que se convertirán en uno de los mejores vinos cosecheros de La Rioja.
Llegamos, finalmente, a la propia bodega. Lo primero que vemos son unos cuantos depósitos vacíos de acero inoxidable, de distintos tamaños, como muñecas rusas, y una embotelladora arrinconada que hace pocos días ha estado trabajando a pleno rendimiento embotellando la nueva añada del monovarietal de Torrontés, de la que no podemos evitar traer una botella; la primera que saldrá este año de esas cuatro paredes. También nos llama la atención una copa de vino en una mesa, tapada con una cartulina: “Es el ensamblaje definitivo de la próxima añada de nuestro Selección Personal, que está a punto para embotellarse. Podéis probarlo”. Por supuesto, lo hacemos.
Me han ofrecido mucho dinero para ir a hacer vino a EE.UU. Pero, ¿cuántas ocasiones tienes en una vida para hacer un buen vino? ¿Cuántas vendimias puedes hacer en una sola vida? ¿Cincuenta, como yo, con un poco de suerte? Si me hubiera ido a Estados Unidos a hacer vino, habría necesitado diez años sólo para enterarme de quién tiene las plantas que funcionarían con el suelo que tuviera. En este oficio te pasas la vida aprendiendo para darte cuenta de que, al final, apenas sabes nada.”
Abel Mendoza
Detrás de los depósitos de acero, casi escondidos, hay cuatro enormes tanques de hormigón y, según avanzamos, encontramos también un Flextank, uno de esos huevos de plástico poroso que permiten la micro-oxigenación y mantienen el vino en movimiento.
No hay en esta bodega una sala de envejecimiento al uso, sino varias enormes torres de barricas que se distribuyen por las paredes de la nave. Y aquí encontramos otra de las claves: “Todo el roble es nuevo, y es roble francés. Yo no empleo barricas usadas, aunque a las mías puedo darles un segundo uso para algunos vinos. Es sencillo: cuando tienes un perro, tú sabes lo que quieres darle de comer, y aquí cada año nos gastamos 60.000 euros en barricas”.
La charla acaba en cata, con dos Jarrarte: un fresquísimo Blanco 2018 y un soberbio Tinto 2015 de los que ya hablaremos con más detenimiento. Las botellas, Borgoña y troncocónica, respectivamente, son una nueva muestra de que Abel Mendoza no es un elaborador convencional, en una zona en la que la botella bordelesa parece casi ser un imperativo de la D.O.
Catamos con Abel Mendoza
Catamos, escuchamos, preguntamos, saltamos de unos temas a otros, robamos tiempo sin apenas pudor, sabedores de que estamos fabricando un recuerdo imborrable. Hablamos de la vida, de ladrones de clones, de que ya no se fabrican todoterrenos como los de antes, de tópicos y de distopías: de mundos paralelos en los que Abel Mendoza estaría creando vinos de Torrontés en Napa Valley para ser descorchados en las mansiones de Mulholland Drive… Hablamos de cocina, de estrellas Michelin y, cómo no, de vino: de Petrus, de Burdeos, de Borgoña, de Chile, de Argentina, de una uva Torrontés que habla la misma lengua que la riojana pero con un acento diferente… Y finalmente nos tenemos que ir, aunque lo hacemos con la sensación de haber dejado demasiadas cosas aún en el tintero. Pero hay más gente que quiere disfrutar de la magia de este gurú del vino y de su santuario.
Nos despedimos de Abel y, cómo no, de Maite, quien, en la sombra, nos consta que es vital para que esta bodega sea lo que es. De camino hacia Haro, donde nos quedan nuevas aventuras por vivir, comentamos una y otra vez todo lo que hemos aprendido esta mañana y nos mostramos, si cabe, aún más convencidos de que hay mucha Rioja más allá de La Rioja que todos conocemos, una Rioja en la que las parcelas pesan más que los colores de las cápsulas de las botellas, bordelesas o no, que contienen sus vinos.